jueves, 13 de septiembre de 2018

Lluvia de septiembre


Es el sonido de lo nuevo, el sonido de algo largamente esperado. Es sutil, al principio. Lenta, pero contundentemente, caen los primeros goterones, en cuanto ha parado un poco el viento de levante,  dejando un espacio entre unos y otros como si midieran el espacio que deben dejarse para caer, como una contrarreloj de gotas. Es en esos momentos iniciales cuando te invade el olor más universalmente evocador del planeta: el olor a tierra mojada. Aunque en realidad, seria más exacto decir el olor de la tierra cuando empieza a mojarse, pues una vez que se ha empapado de agua, la tierra ya no despide ese mismo olor. Al cabo del tiempo, empiezan a perseguirse a la velocidad de los ciclistas en llano pasando por tu lado... Es imposible distinguirlos en el pelotón.  A mi tío Ángel le gustaba ver llover en el campo. Quizás por ser de una tierra en la que ocurre tan poco. No puedo evitar acordarme de él  con las primeras lluvias del final del verano, cuando el agua cae para refrescar el aire, limpiar el azul del cielo y callar a los pájaros, las abejas y los gallos, a los que se empieza a oír en cuanto las gotas aumentan otra vez la distancia entre ellas.